Antes exportaban café y ahora sobreviven del trueque: la crisis agrava la pobreza rural en Venezuela

Antes exportaban café y ahora sobreviven del trueque: la crisis agrava la pobreza rural en Venezuela

Los productores venezolanos de café no solo padecen la hiperinflación que afecta a todo el país, sino también la merma de sus cultivos a causa de las plagas y la falta de insumos para trabajar. Para aliviar la caída de los ingresos los caficultores viajan doce horas y atraviesan cruces ilegales para comprar comida y medicinas en Colombia.

CHABASQUÉN, Venezuela.- La mayoría de las familias habita cuatro paredes de barro sostenidas por una armazón de madera, piso de tierra y una ventana para que salga el aire caliente; o pequeñas cajas de cemento con techo de zinc y ropa colgando de una cuerda. Al fondo está el patio que conecta con parcelas de una o dos hectáreas sembradas de café, el cultivo que predomina en la zona montañosa de Portuguesa, el emblemático estado agrícola de Venezuela, donde los caficultores intentan sobrevivir a la falta de insumos, la enfermedad que devora las plantas y la caída del ingreso.

Atilano Pérez viste botas de goma, un pantalón de faena y señala los cafetos con el machete mientras dice que “el fertilizante es el mal de todos aquí, no se consigue, esta hectárea me daba 25 quintales, cada quintal es un saco de 46 kilos, y el año pasado apenas me dio 15 y este año no sé qué haré porque no hay nada de fertilizante”.

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Abilia, la esposa de Atilano, asiente con la cabeza, muestra cómo utiliza leña para cocinar cuando no tiene gas y resume: “Estamos comiendo cambur (bananas) y pegados de Dios”.

La carretera es una ruta sin asfaltar, pedregosa, infestada de baches y a cada lado las viviendas. A pocos metros de Atilano Pérez está la parcela de Jaime Sánchez quien recuerda con desazón su última cosecha: “Las plantas quedaron como una vara, sin hojas, la roya (un hongo) las enfermó y no tuve cómo curarla, recogía 50 quintales entre mis dos hectáreas y no llegué a 30”.

La falta de gas ha obligado a convertir estufas viejas en cocinas de leña. Crédito: Víctor Salmerón
El gobierno monopolizó la venta de fertilizantes y el resultado es catastrófico: las fallas de gerencia en Pequiven, la empresa pública que produce agroquímicos y la falta de dólares para importar, han derivado en una fuerte escasez de urea y NPK, la mezcla de nitrógeno, fósforo y potasio que los campesinos emplean para alimentar los cafetos. También, se ha tornado muy difícil adquirir herbicidas y pesticidas que combaten la maleza y curan las enfermedades de las plantas.

La moderación en el precio del petróleo y el dramático descenso en la cantidad de barriles que el país extrae diariamente ha dejado muy atrás el tiempo en que el dinero brotaba a chorros todos los días, como por arte de magia, para compensar con importaciones la poca producción en áreas como la agroquímica.

Diolegdy Páez dirige una de las principales asociaciones de caficultores de Chabasquén, el municipio de Portuguesa que más depende de la siembra de café y explica: “Estamos en mayo y los primeros quince días de este mes comienzan las lluvias y hay un gran desabastecimiento de herbicidas para prevenir que la maleza se coma los cafetos, y también de los fertilizantes. Abonar en mayo es la garantía de que el fruto se forme, se llene y puedas cosechar con alto rendimiento”.
Agrega que “ hace seis años apareció la roya del café, un hongo que se come los cafetos. Planteamos el tema al Ministerio de Agricultura y un equipo, acompañado por representantes del sector privado, viajó a Colombia para asesorarse, pero no se financió el proyecto y la enfermedad no desapareció. Como hay tantos inconvenientes la roya se volvió un problema mínimo para el gobierno, pero para el caficultor es muy grave”.

Las estadísticas de la Organización Internacional del Café registran que al contrastar 2018 con 2013, el año en que Nicolás Maduro asumió la presidencia de Venezuela, la producción del país cayó 42%, desapareciendo la tradición de autoabastecimiento y exportación de excedentes. Todo apunta a que en 2019, debido a la falta de insumos, la cosecha seguirá reduciéndose.

El café es el sustento de miles de campesinos, principalmente de Portuguesa, Lara y Mérida, con pequeñas extensiones de tierra y bajo poder adquisitivo. Además, se trata de un producto que los venezolanos consumen a diario, aunque el declive de la capacidad de compra los ha obligado a recortar el número de tazas que ingieren en el desayuno, el almuerzo y la cena.

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De acuerdo con la Confederación de Asociaciones de Productores Agropecuarios (Fedeagro) los venezolanos consumían, antes del colapso de la economía, 1,800,000 sacos de 46 kilos de café al año y la producción actual apenas garantiza 30% de esta cantidad.

El trueque para sobrevivir a la hiperinflación

Enrique Orellana posee una inusual extensión de diez hectáreas y las trabaja con sus seis hijos. Es un proceso lento y laborioso: al plantar la semilla transcurren tres años hasta que los cafetos proveen las primeras cerezas, los frutos que serán recolectados de forma manual. Luego, la despulpadora extraerá los granos que después del secado pasarán por la trilla dando origen al grano de café verde que los intermediarios les comprarán para revenderlo a las torrefactoras.

“ El café no vale nada, no da para cubrir el trabajo y lo que hay que gastar para producirlo; cada vez tenemos más problemas para alimentarnos, esto está feo y se va a poner peor en junio porque vamos a tener menos café para vender”, dice Enrique Orellana quien no usa camisa para protegerse del sol que cae con toda su fuerza al mediodía.

En Chabasquén, el pueblo con calles pavimentadas y pequeños comercios al que acuden los caficultores como Orellana a comprar alimentos, baterías para las linternas o velas para iluminarse durante las constantes fallas de electricidad, es palpable el efecto de año y medio de hiperinflación: el bolívar, la moneda nacional, ha caído en desuso y prolifera el trueque.

Los campesinos secan pequeñas porciones de café para canjearlo por otros productos. Crédito: Víctor Salmerón

En los abastos y bodegas todo se paga con café verde, en proporciones que dejan ver que a pesar del descenso de la producción la cotización del grano no atraviesa un buen momento porque el declive del consumo es profundo y las torrefactoras demandan poca cantidad. Se necesitan tres kilos de café para adquirir un kilo de pasta, dos kilos de café para comprar una vela y dos cajas de fósforos, que serán de gran ayuda durante los apagones de cuatro y cinco horas diarias; dos kilos de café se intercambian por un kilo de sal y kilo y medio de café por uno de arroz.

“Si me pagan con café verde puedo guardarlo y esperar a que suba de precio para revenderlo a un intermediario, pero ¿de qué me sirve que me paguen con bolívares que se van a volver nada en pocos días? Para el caficultor también es mejor guardar el café y utilizarlo cuando necesite comprar”, explica el dueño de un abasto.

Cuando no es posible emplear el trueque el precio del saco de 46 kilos de café verde también decepciona a los caficultores. Los intermediarios compran el saco a 200,000 bolívares, el equivalente a siete kilos de queso.

La comida que viene de Cúcuta

A las 5:00 de la tarde en la Plaza Bolívar de Chabasquén se reúnen grupos de treinta hombres y mujeres que esperan con sacos de café verde la llegada del microbús que, tras doce horas de camino los llevará hasta el terminal de autobuses de San Antonio del Táchira. Luego, serán guiados por alguna de las trochas que permiten burlar el cierre de la frontera e ingresar a la ciudad colombiana de Cúcuta donde venderán el café y obtendrán pesos colombianos. Con este dinero, comprarán alimentos, jabones, papel sanitario, medicinas, que traerán a Chabasquén para alivio de sus familias.

Si bien los caficultores colombianos se han declarado en crisis por la caída en el precio del café, para los campesinos de Chabasquén vender en Cúcuta y comprar en Colombia significa, en muchos casos, duplicar la cantidad de alimentos que colocan en la mesa, adquirir los productos de limpieza personal que no pueden pagar o comprar la medicina que no encuentran en Venezuela.
Aquilino Martínez tiene veinte años, dos hijos y la parcela de una hectárea que trabaja junto a su padre. Sus cuentas están claras: “Llegué hace un día de Cúcuta, allá un kilo de café verde lo vendes por 4,500 pesos y con eso compras dos kilos de Arepasan, la harina colombiana para hacer arepas que es muy buena. Aquí en Chabasquén vendes dos kilos de café y no te alcanza para comprar un kilo de harina, yo hago ese viaje por mis hijos”.
Desde que Nicolás Maduro llegó al poder en 2013 hasta 2018, la producción de café cayó 42% en Venezuela. Crédito: Víctor Salmerón
Transportar café hasta Cúcuta es trabajoso y riesgoso por las requisas de la Guardia Nacional pero los organizadores de los viajes han activado un sistema para quienes prefieren cambiar bolívares por pesos colombianos: el caficultor deposita bolívares a un operador que los cambia a dólares y los transfiere a una casa de cambio en Cúcuta. Cuando el caficultor llega a Colombia, acude a esta casa de cambio y recibe sus pesos.

A pesar del costo del pasaje y el desventajoso tipo de cambio entre el bolívar y el peso colombiano, los viajes a Cúcuta no cesan. Yamileth Daza afirma que organiza “cinco busetas a la semana, pero hay otras siete personas que también arman salidas, cada semana salen como mínimo 20 busetas, lo que uno gana por este trabajo es que el pasaje te sale gratis”.

“Son 30 pasajeros por buseta, nosotros cobramos el pasaje y pedimos que lleven una cantidad en efectivo para entregarle a los guardias que nos paran en la carretera cuando venimos de regreso. Yo no considero que los guardias roban como dice todo el mundo, ellos también están afectados por la situación y nosotros les damos una manito”, dice Yamileth Daza.

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Jaime Ortega tiene una parcela de dos hectáreas, pero ante el cúmulo de inconvenientes para producir dejó de trabajarlas y viaja todas las semanas a Cúcuta para comprar machetes que revende a otros campesinos. El trayecto no es sencillo: “Sales a las 5:00 de la tarde y llegas a las 5:00 de la mañana a Táchira porque las carreteras tienen muchos obstáculos”.

“Cuando por fin llegas al Táchira, en el terminal de autobuses están los trocheros. Ellos dividen a la gente en grupos y la montan en camiones que te llevan hasta la trocha por donde pasas a Colombia, son aproximadamente quince minutos. Hay distintas trochas, para facilitar el paso por el río colocan sacos de arena, el trochero te guía y ayuda a pasar. Allí no se puede grabar ni hacer llamadas, hay encapuchados armados, algunos dicen que son guerrilleros, cuenta Jaime Ortega.

Agrega que “el trochero te lleva hasta Cúcuta, allí compras y cuando regresas te vuelve a pasar por la trocha hasta el lado venezolano, por eso te cobran 15,000 pesos que tienes que pagarle al volver. Ellos dicen que solo se quedan con un porcentaje, que cada trocha tiene un jefe y ese jefe le paga a la policía y a los militares de Venezuela y Colombia”.

Aleiver Velásquez tiene veinte años y regresó hace dos días de Colombia, no duda que el riesgo vale la pena: “Llevé diez kilos de café y transferí bolívares para que me dieran pesos en una casa de cambio, cuando tomas en cuenta todo, incluyendo el pasaje y el costo del paso por la trocha ahorras 50% en la comida. Compré harina, azúcar, sal, atún enlatado, sardinas, pasta y medicinas. Una caja de antibiótico que trae diez pastillas te sale al cambio en 2,500 bolívares; aquí, si los consigues, te cuesta 40,000 bolívares”.

“La economía en Colombia es estable, compras hoy y vuelves a ir en un mes y es el mismo precio. Tú vas al Centro Comercial Alejandría en Cúcuta y consigues de todo, con ofertas. Venezuela no ha explotado porque Cúcuta queda demasiado cerca”, dice Aleiver Velásquez.

Si bien los viajes a Colombia para comprar comida alivian la pobreza, no todos los campesinos logran alimentarse bien. “La desnutrición se ha profundizado, la ausencia de proteínas, de calorías, específicamente en los niños; normalmente el niño viene al hospital por una infección o un accidente en el campo y entonces se detecta la desnutrición”, explica el médico cardiólogo Alí Fernández, que trabaja en el hospital de Chabasquén y tiene 32 años atendiendo pacientes en la zona.

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