“El pescado que uno agarra es para cambiar o regalar”, dice Yofrán Arias pescador

“El pescado que uno agarra es para cambiar o regalar”, dice Yofrán Arias pescador

PATANEMO, Venezuela, 7 de (Reuters) – La playa de Patanemo, a unos 15 minutos del principal puerto de Venezuela, empezó a recibir cada vez menos turistas desde que la zona se quedó sin servicio de telefonía hace dos años y la vía se volvió aún más vulnerable a los robos que sacuden las carreteras del peligroso país petrolero.

En mayo, pocas personas se acercaban a media mañana a la bahía, casi todas a pie desde el pueblo cercano y sin dinero en efectivo para comprar la pesca del día. Como no hay señal telefónica para transar la venta ni tampoco efectivo, en la soledad de la playa la población sobrevive haciendo trueques.

“El pescado que uno agarra es para cambiar o regalar”, dice Yofrán Arias, uno de los 15 pescadores que ese día se reunían en una esquina de la playa vacía, mientras limpia media docena de macabís, un pescado con muchas espinas y poco valor comercial.

“Aquí llegan con cambures, plátanos o arroz (…) Como los reales (el dinero) ya no alcanzan para comprar nada, es mejor que traigan lo que uno va a comer y les damos pescado”, explica Arias, mientras en la arena otros compañeros recogen las redes y tres señoras caminan con bolsas.

En poblados como Patanemo, al occidente y oriente del país caribeño, asumen una vida más austera e intercambian en buena medida lo que siembran y recolectan, apelando a formas de comercio antiguas, porque también la falta de transporte y gasolina que vive el país los aleja de la modernidad.

La fotografía de los canjes contrasta con la otrora nación rica en petróleo que construyó a fines de la década de 1950 amplias autopistas y carreteras, y al gozar de la gasolina más barata del mundo, era la envidia de las naciones vecinas porque abarrotaba las playas a orillas del Mar Caribe.

Atrás van quedando los tiempos que los turistas aseguraban el sustento de los pobladores que vendían empanadas o pescado fresco, en un país donde el consumo privado cayó 59% desde que comenzó la recesión a inicios de 2014, según datos oficiales.

Incomunicados y bajo una prolongada crisis con hiperinflación y escasez de billetes, decenas de pueblos van quedando aislados, incluso si están cerca de las grandes ciudades. Sus residentes sobreviven al colapso de la economía con lo que tienen a mano y a los cortes diarios de servicios básicos como luz, agua e internet.

En visitas hechas por Reuters fue posible ver como hacen trueques de combustible por sacos de café o plátanos por pescado para enfrentar una crisis récord que en cinco años achicó 48% el tamaño de la economía, según cifras oficiales, y ha empobrecido más rápido a quienes no viven en las grandes ciudades.

Para 2017, mientras que en la capital eran pobres 34% de los hogares, en los pueblos o caseríos del país petrolero la pobreza alcanzó a 74% de las casas, según la encuesta Encovi, que conducen desde 2014 varias universidades nacionales.

La familia de Ylidio Abreu, un diputado opositor oriundo del estado Carabobo, administra cerca de Patanemo un hotel, una licorería y una panadería, de los pocos negocios que tienen punto de venta con internet. Pero reciben tan pocos turistas este año, que no les ha quedado más remedio que hacer trueques con los vecinos. Cambian pan o mantequilla por pescado.

“Hay un quiebre, es una situación muy crítica”, resume Abreu. “Los que vendían empanadas, dulces, trajes de baño o salvavidas en la playa ya no pueden salir a trabajar porque no hay efectivo”, agrega el diputado.

Los pescadores y vendedores desconfían además de negociar con desconocidos bajo la promesa de transferencias bancarias que harán al volver a zonas con señal telefónica o de internet.

Buscar trabajo en otros sitios tampoco es tarea sencilla. Entre una docena de residentes de dos pueblos de la costa, la mayoría dice tener meses sin viajar a la ciudad, porque casi no hay transporte público, y las pocas unidades demoran horas en llegar por las fallas en el suministro de combustible que recrudecieron desde marzo. Allí no hay una estación de gasolina.

“Tengo casi dos años que no voy al centro en el puerto”, dice Luis, otro pescador de 55 años mientras trenza media docena de pescados para intercambiarlos en el pueblo. “Qué voy a hacer para allá, si no me alcanza para una franela o un short. Mejor los cambio aquí para sobrevivir”.

CAFÉ COMO MONEDA

A unos 280 kilómetros vía al occidente del país, en las montañas del estado Lara, los pobladores de Guarico, a falta de efectivo, empezaron a pagar con granos de café. Es el producto que más se cultiva en la zona y el precio de referencia lo fija el mayor productor de café, según dicen los pobladores.

Entregan un kilo de café por un corte de pelo o cambian más granos por comida o repuestos para máquinas agrícolas en los comercios de Guarico, la solución que encontraron buena parte de los negocios, donde no funcionan los pagos electrónicos porque también la luz se va varias horas al día y la señal telefónica es intermitente.

Los pobladores deben comprar los pocos suministros de comida que llegan a las bodegas solo cuando funcionan los puntos de venta, porque en la hiperinflación venezolana los billetes que circulan representan 6% del dinero total de la economía.

“Se saca la cuenta de cuánto cuesta el producto y acordamos con el cliente los kilos o sacos de café que deben pagar”, explica Haideliz Linares, encargado de una ferretería. Ese día de abril la referencia era 15.000 bolívares por un kilo de café, unos tres dólares al cambio oficial.

Guarico sí tiene una agencia bancaria, pero entrega cuando hay efectivo, apenas 6.000 bolívares en billetes por persona, lo que cuesta una pequeña taza de café en una panadería.

“Con el café en grano resolvemos. Necesitamos mantequilla, harina o una medicina, vamos y cambiamos por kilos de café”, dice un productor de la zona, Damarys Avendaño.

En otra población del estado Lara, El Tocuyo, comenzaron en mayo a intercambiar 200 litros de gasolina por tres quintales de café, lo que equivale a un dólar por litro de combustible.

En el extremo oriental del país, Jairo Araguayen, un mecánico que vive en el caserío de Tunapuy, en el estado Sucre, sufre hasta dos cortes de luz al día y tiene que viajar casi una hora a la semana a Carúpano para comprar alimentos. Allí es donde puede pagar con tarjeta de débito, porque en su pueblo no funcionan los puntos de venta.

Algunos de sus vecinos de Araguayen que siembran plátano, yuca o auyama resuelven ir al pueblo costero de Río Caribe, a una hora y media de camino en auto, para intercambiar sus productos por pescado.

El peligro está en la carretera, donde grupos de pobladores ponen obstáculos en las vías a pleno día para robar a los viajeros, por la desesperación que les produce la carestía de comida, agua y luz. Uno de esos bloqueos se dispersó a pleno mediodía de mayo, luego que un conductor que quedó en la fila lanzó algunos disparos al aire, según testigos de Reuters.

En la playa de Patanemo, el veterano pescador Reinaldo Barrera dice que sufre las mismas precariedades que vivían sus abuelos, pero con la inédita angustia por los familiares que se han ido. Cuatro millones de refugiados y emigrantes venezolanos han escapado de la crisis económica y política que vive su país, según las agencias humanitarias de la ONU.

“Con el pescado no tengo hambre y ayudo a mucha gente”, se consuela Barrera.

En Borburata, otro pueblo a unos pocos kilómetros de la playa de Patanemo, Keila Ovalles, siembra en el patio de su modesta casa desde árboles de granos de quinchoncho (un grano similar a los porotos negros) hasta matas de plátano, ají dulce, berenjena o tomate. Dice que era lo que hacía su familia a principios del siglo XX.

La mujer de 55 años cuenta que aprendió a tomar té de la planta de malojillo (una hierba) cuando no hay café y a cambiar 10 plátanos por un kilo de harina de maíz para no aburrirse de comer siempre lo mismo.

“Le hago el comentario a los muchachos, estoy cambiando parchitas (maracuyá) por otra cosa y ellos riegan la voz y siempre alguien viene”, dijo Ovalles.

Reuters / Corina Pons

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