Un barco que se hunde / Willy McKey
- Opinión
- 08/08/2018
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La imagen de un barco que se hunde siempre ofrece múltiples interpretaciones, pero ninguna es una buena noticia.
Esta madrugada se hizo el registro fotográfico del penúltimo ferry operativo hundiéndose en el puerto de Guanta. Un símbolo capaz de resumir, de una manera estrepitosa, la incapacidad de un modelo que ya no lleva consigo sino lastres y fracasos.
Justo en la semana en la que Nicolás Maduro decide asumir, con una tardanza fatídica, que todas las empresas que fueron expropiadas tienen sus números en rojo, se hunde delante de las narices del Estado omnipresente y centralizado un barco que deja reducida la flota operativa de Conferry a una sola nave.
Hasta hace poco la flota de Conferry sumaba once naves. De ellas dependía la conexión marítima con tierra firme del estado Nueva Esparta. Hoy a la administración pública sólo le sobrevive una de esas embarcaciones.
Visto así, el saldo es propio de un ataque pirata, capaz de dejar reducida a la más mínima expresión una flota enemiga. Barbarroja estaría orgulloso de una operación de este tenor, capaz de comprometer las comunicaciones y la supervivencia de los habitantes de unas islas que durante años sobrevivieron al ataque de corsarios franceses, ingleses y holandeses, pero no pudieron contra el Socialismo del Siglo XXI.
Sin embargo, antes de caer en el extravío de hipertrofiar la potencia simbólica de una imagen con el riesgo de caer en los lugares comunes, siempre es útil acudir a algunos datos que nos sirvan como anclaje.
Fue el 26 de septiembre de 2011 cuando el entonces presidente Hugo Chávez hizo pública la nacionalización, ocupación temporal y expropiación de la empresa Consolidada de Ferry. La excusa en ese momento fue el capricho de un hartazgo: “¡Ya basta! Eso es un desastre, un desastre… los ferrys de Conferry, vamos a nacionalizar eso, vamos a poner operativos todos esos buques. La seguridad de nuestro pueblo y de nuestra gente que viaja para Margarita… el turismo es muy importante”.
En menos de siete años, en lugar de la operativización prometida, la corrupción y la inoperancia han logrado corroer a Conferry mucho más que el sol, el tiempo y el salitre.
Mi generación recordará con cierto afecto aquel comercial de televisión donde un viejo pescador, acompañado por un niño que parecía ser su nieto, se alegraba viendo lontananza cómo llegaba el ferry a la isla. Aquella expresión quedó grabada en el inconsciente colectivo: “¡Ahí viene el ferry!”
Después de haber caído en manos del Estado, no es difícil imaginar que allá abajo, en el submarino lecho de Guanta, hay tantos naufragios previos como empresas expropiadas.
Ante una tragedia de este calibre, sorprende que en ese lugar bajo la responsabilidad única de la estatal Bolivariana de Puertos no haya mayor despliegue mientras se registra la escena. No se asoma alguna suerte de remolcador. No hay una grúa. Nadie desocupa ni intenta salvar aquello que pueda tener valor. Apenas dos personas uniformadas del rojo oficial sirven como testigos de este naufragio de madrugada, como convencidos de que nadie es capaz de evitar el hundimiento.
Como si lo único que que queda es esperar.
Esperar y no hacer nada.
Asumir la catástrofe como la noticia del día, que podrá ser sustituida horas más adelante por un nuevo aumento, un nuevo preso, una nueva desgracia.
En lugar de “quemar las naves”, como dicen que decidió Hernán Cortés para obligar a sus huestes a vencer, en Venezuela al parecer alguien ha optado por la lenta y cruel posibilidad de esperar que se hundan.
Y aquí es cuando resulta inevitable que salgan a flote todos los lugares comunes. El Titanic. Los Argonautas. La Maldición del Perla Negra. Y en especial aquel que siempre nos mueve a preguntar cuándo fue que empezaron a escapar las ratas de este barco insalvable, como una señal inequívoca del fracaso.