
¿ Dejaremos de tomar jugo de naranja ?
- AgriculturaNoticias
- 18/10/2018
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Prodavinci / Yorman Guerrero Fotos: Roberto Mata y Helena Carpio
Valencia . Las matas jóvenes estaban pasmadas y amarillas. Jesús Aular no necesitó examinarlas de cerca. Los naranjales de la hacienda Pozo Blanco ya no eran verdes. Arrancó una naranja, corrió a la casa y se la mostró a José Luis Batista, el dueño de la finca ubicada en Aroa, una comunidad del estado Yaracuy que siembra naranja, limón, mandarina y toronja.

La naranja era pequeña y amorfa. La cortaron. La corteza era más gruesa de lo normal, el centro de la pulpa se había desplazado y las semillas no habían crecido por completo. Los agrónomos las llaman semillas abortadas. Cuando la planta está malnutrida, atacada por microorganismos o le falta riego, las hojas se ponen amarillas. Aular descartó todas las opciones. Los árboles más viejos seguían productivos.
Comenzaba 2017. Aular había asesorado a Batista durante once años para mejorar el rendimiento de sus siembras. Coordina el área de Fruticultura del Posgrado del Decanato de Agronomía en la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA). Visitaba Aroa dos veces al mes. Pozo Blanco era uno de sus lugares de investigación. La finca tenía 30 hectáreas sembradas de naranja. Era su principal rubro hasta que Aular advirtió la llegada de la enfermedad.
A 64 kilómetros de allí, al oeste de Carabobo, había otra plantación con los mismos síntomas. Era la hacienda Las Parchas y pertenecía a Carlos Romero, un especialista en sistemas de riego que compró 50 hectáreas de terreno en 1988 y sembró limón y naranja a partes iguales.
Romero pensó que a las plantas les faltaba hierro, cobre, zinc o magnesio, un problema común cuando escasean los fertilizantes. En esos casos las hojas se ponen amarillas por una cara. Pero esta vez estaban amarillas por las dos. “Empezó a atacar las matas más pequeñas. Las más grandes se ponían amarillas y dejaban de producir. Los frutos se caían antes de tiempo y maduraban a la inversa, desde arriba hacia abajo”.
La carretera que separa Pozo Blanco de Las Parchas era un paisaje decadente: sembradíos de cítricos amarillentos, abrazados por la maleza y la tiña, una planta parásita que crece en árboles y postes abandonados. Ninguno de los dos productores sabían por qué sus sembradíos habían cambiado de color. Romero temía perder 30 años de trabajo. Se reunió con otro citricultor de la zona y viajó hasta la sede del Instituto Nacional de Salud Agrícola Integral (Insai), en Aragua, para consultar a los especialistas sobre la situación. Según la Ley de Salud Agrícola (2008), cualquier persona que sospeche de la presencia de enfermedades y plagas que afecten sus cultivos está obligada a notificarlo a ese organismo.
Romero había leído en Internet sobre una plaga que acabó con grandes cultivos de cítricos en Brasil. Sugirió a los directivos del Insai que podía tratarse de la misma enfermedad. Pero enseguida le exigieron que no asustara a los demás productores. “Me acusaron de crear una alerta sin fundamentos”.
Una resolución del Ministerio de Agricultura (2013) prohíbe publicar datos sobre las plagas hasta que el Insai no verifique o diagnostique su presencia y se determine oficialmente el estatus del patógeno en el país.


Un teléfono repicó en el laboratorio de Biotecnología y Virología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC). Llamaban desde las oficinas del Ministerio de Agricultura. Preguntaron si el instituto, fundado en 1959, podía resolver el misterio.
No era la primera vez que había una enfermedad vegetal en Venezuela. Entre 1980 y 1985 colapsó la citricultura venezolana: el virus de la tristeza de los cítricos (CTV, por sus siglas en inglés) arrasó con 30.000 hectáreas de plantas injertadas en naranjo agrio, localmente llamado cajera. Después de varias investigaciones, el Ministerio de Agricultura y Cría y su departamento de Sanidad Vegetal resolvieron cambiar las plantas donde se hacían los injertos (patrones) por unas tolerantes al CTV. Los programas fitosanitarios se fortalecieron en 1992 con la creación del Servicio Autónomo de Sanidad Agropecuaria (SASA), un órgano que velaba por el desarrollo de la producción agropecuaria. En 2008 la Ley de Salud Agrícola lo suprimió y lo convirtió en Insai, encargado de formular y ejecutar los planes para la prevención, control y erradicación de plagas y enfermedades.
A mediados de 2017, el Insai activó sus protocolos y convocó a una veintena de especialistas en fitopatología y manejo de insectos plaga. Eran guiados por los biotecnólogos Edgloris Marys y Eduardo Rodríguez, del IVIC; el fitopatólogo Rafael Mejías y la especialista en control de plagas Mailys Mago, ambos de la Universidad Central de Venezuela (UCV).
Empezaron a recolectar las muestras el viernes 4 de agosto de 2017. Primero en cuatro fincas de los municipios Cocorote y Veroes, en Yaracuy. Continuaron en huertos y viveros de Aragua, Carabobo, Trujillo y Táchira. Visitaron los sembradíos de Batista y Romero. Los técnicos y citricultores eran sabuesos detrás de pistas. Sus maletines iban cargados de alcohol, bisturís, bolsas de plástico, cámaras, contadores manuales, GPS, lupas, pinceles entomológicos, sprays y tijeras. Registraron datos sobre cada finca: hectáreas, sistemas de riegos, presencia de insectos.
Tomaron poco más de un centenar de muestras para determinar molecularmente si los síntomas estaban asociados con alguna bacteria. Recolectaron hojas, frutos y tallos de árboles que podían tener la enfermedad. Cada tejido viajó hasta la sede del IVIC, en el kilómetro 11 de la carretera Panamericana del estado Miranda. Los investigadores pasaban hasta 14 horas diarias encerrados en cuartos iluminados, rodeados de microscopios e incertidumbre.
Cada muestra se pesó, homogeneizó e incubó con los mismos parámetros. Como buscaban una bacteria específica, se extrajo el ADN total y se evaluó con geles importados desde Corea del Sur para saber si estaba o no la enfermedad. Una semana después obtuvieron el resultado.
Lea el trabajo completo en este link :
Fotos: Roberto Mata y Helena Carpio